Me gustan las tardes como éstas, en las
que el cielo está infestado de nubes y el aire gélido me hiela la
nariz. Bajar al campo en estos días y caminar sobre la tierra
húmeda. Sortear charcos y ver las gotas amontonadas sobre la vegetación de ambos lados del camino. Ese silencio sutilmente quebrado por el
murmullo del aire en las copas de los árboles. El sonido de mis
pasos y las huellas que quedan y que pronto desaparecerán, como este
día tan bello...
Alzo la mirada y contemplo como las nubes persiguen
el último pedazo de cielo sin cubrir. La montaña se esconde arañada
por ellas. Imagino que es un gigante adormilado, que se arropa con una manta de vida y algodón.
Adoro quedarme unos minutos en ese
camino ausente de gente. Sentarme al pie de la misma alambrada y
dejar que mi pensamiento se fusione con el entorno, ver cómo lentamente desaparece. Percibir los olores y el sonido. Contemplar la belleza
en lo más simple y sonreír. Hay que parar para verla, para
sentirla. Ella es la gran incomprendida, la necesitada, la
abandonada, tan anhelada... Si la vida en sí misma pudiera hablar,
¿qué nos diría? ¿"No me hagas más daño"? ¿"Quédate conmigo"?
Si nosotros pudiéramos ser cómo ella:
libres, sin prejuicios, sin necesidad de juzgar, de competir entre
nosotros, ¿qué nos diríamos? ¿Acaso un "gracias por estar ahí"?
Si yo pudiera, en una tarde como ésta:
sin gente, sin ruido, sin prejuicios, sin vergüenza... Si yo pudiera, en una tarde como ésta, verte de la misma manera que veo a este
camino ausente de todos, ajeno de ti; creo, que miraría a mis pies manchados por el
barro y sin levantar la mista, muy lentamente, susurraría:
Abrázame y quédate a mi
lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario