El dibujo
No era demasiado guapo, ni demasiado simpático. Ni siquiera era lo suficientemente alto, como para poder sentarse en la silla, sin tener que escalarla. Tenía los pies planos y estaba tan delgado, que parecía que cualquier día vendría una ráfaga de viento y se lo llevaría volando.
Todos se metían con él en el colegio, hasta los pequeños. Tenía esa cara, ese cuerpo y esa timidez que tanto atraía las burlas y las bromas pesadas. Pero el menudo niño no decía nada y no era porque no tuviera voz, sino porque no le salían las palabras. Se atravesaban envueltas en una maraña espinosa, que se le atoraba en el pecho y dolían, desgarraban, pero nunca le salían. Se las tragaba.
Un buen día, visitó el pueblo un viajero que estaba de paso. Se hospedó en la posada y probó la comida del lugar, en una bonita terraza de un restaurante que daba a la plaza principal. El viajero era artista y se había traído un bloc y unos carboncillos. Comenzó a dibujar la estatua que reinaba en la plaza: unas mujeres lavando ropa en el río. Pronto, las gentes del lugar sintieron curiosidad por el dibujo y sin mucha discreción, comenzaron a colocarse por detrás de él hasta el punto, de no dejarle casi espacio. Algunas chicas jóvenes, recién entradas en el instituto, creían que el viajero era un hombre muy atractivo y empezaron a pavonearse y a posar delante de la estatua. A ellas empezaron a unírseles gente de todas las edades y la plaza empezó a parecerse cada vez más a un circo de payasos patosos sin nadie que les dirija.
El chico esmirriado estaba sentado en un tranco, muy por detrás de la estatua y de los improvisados figurantes. Estaba solo, callado. Levantaba muy pocas veces la vista del suelo y en cuanto se cruzaba con los ojos de otra persona, agachaba rápidamente la mirada de nuevo. Algunos niños saltaban sobre otros mientras imitaban a sus superhéroes favoritos y otros, se metían con el bajo, feo, escuchimizado, aburrido y apático chico. Pero el niño no se defendía y no decía nada.
El viajero pronto se percató de la presencia del chico y bastante agobiado por el jaleo de la gente, espantó a todo el mundo cerrando de golpe su cuaderno y sin permitirle a nadie que le echara un vistazo a su dibujo. Mayores y jóvenes, no estaban de acuerdo con la actitud del artista, al que tacharon de arrogante y poco a poco, todos se fueron dispersaron y la plaza, volvió a ser un lugar tranquilo y relajante.
Cuando acabó su cerveza, el viajero se levantó y se acercó al chico esmirriado. Intentó en vano, sacarle unas palabras. Un saludo, un "¿cómo te llamas?" y un "¿por qué no te defiendes?" pero el chico no dijo nada. Entonces, el viajero abrió el cuaderno y escribió unas palabras en el dibujo. Arrancó la hoja, la dobló por la mitad y se la tendió diciendo "es un regalo". El chico tímido al fin levantó la mirada y, tras unas dudas, consiguió mantenerla en los ojos del forastero. Extendió en brazo y agarró el papel. El artista sonrió y le dejó solo en el escalón. Sin entender lo que había pasado, el pequeño corrió a casa, no quería arriesgarse a que nadie se lo quitara. Ya en su cuarto, abrió la hoja y quedó iluminado por su belleza. Aquél dibujo parecía tener magia. ¡Estaba vivo! Pero, ¿y la plaza? ¿Y las personas? ¡Si sólo le ha dibujado a él!
A pié de página, las palabras del artista cambiaban de forma y de color. Algunos días no estaban y otros, eran la respuesta de cada pregunta.
Con el paso de los años el niño se hizo mayor y seguía siendo no muy guapo, algo bajo, bastante delgado, sus pies seguían siendo planos, pero su mirada ya no apuntaba más al suelo, lo hacía hacia delante. Había aprendido a defenderse con la palabra, sin abusar de ella y sin prostituir su esencia. Había crecido fuera de aquél pueblo, junto al niño del dibujo, el cual, un buen día, siendo ya el niño hombre, salió del papel y se marchó para siempre.
3 comentarios:
Me gusta mucho la presencia de tu blog, pero este cuento me ha conquistado. Genial!!
Te sigo.
Saludos
Un cuento grandioso. Besotes.
Muy bueno el blog! :D
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