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martes, 16 de junio de 2009

16 de junio del 2009


Y me hallé en mitad de la noche en las puertas del templo. Un canto de mujer árabe procedente de una callejuela próxima, hizo entonces de banda sonora a mis pensamientos, mientras la suave brisa me mecía el pelo y la mirada. A deshora, trasnochadores pájaros cantaban en una plaza cercana y los barrenderos rompían levemente la paz de este entorno solitario.

Aquella noche llegué con la respiración algo alterada y el corazón sobresaltado. Ponía distancia física entre mis errores y mi cuerpo, por eso, caminé sola en busca de más soledad. No quería la presencia de extraños ni conocidos, por eso me alejé de las calles y plazas transitadas y tampoco avisé a nadie para vernos. No busqué relatar lo que me ocurría y rechazaba todas las oportunidades de contar con un amigo. No pretendía desahogarme, porque no me estaba ahogando. Aun con el agua al cuello, me sorprendo saliendo siempre a flote, aunque sea poco a poco.

No, aquella noche no era el momento de molestar a nadie con mis cosas. Era el momento de tener una seria conversación conmigo misma en un lugar en el que mi reflejo escapara al fin de espejo y me tomara de la mano, para hablarme y escucharme. Un lugar en el que al fin sintiera a mi yo individual, no sola, porque el suelo y los escalones de piedra sobre los que me hallaba sentada, los árboles y la solemnidad de aquella majestuosa construcción; hacían imposible que me sintiera sola y ¡ojo! que hablo del edificio, no de Dios.

Salpicados, pasaban ante mí unos pocos transeúntes que, ajenos a mi presencia, disfrutaban de una hermosa noche de primavera. La brisa traía un ligero aroma a lluvia, la misma que, momentos antes, me había mojado la cara pidiéndome que volviera a casa. No obstante, anhelaba poner tierra de por medio a mis errores, como ya he dicho antes, aunque no era mi intención acabar en aquél lugar. En realidad, quería relajarme en la cornisa de un parque cercano, pero esa noche, muchos otros eligieron también el mismo lugar para reunirse y beber y por eso, caminé sin rumbo fijo hasta terminar aquí, en la Catedral.

Un silbido intermitente al otro lado de la calle me distrajo de vez en cuando de mis anotaciones en la pequeña libreta negra. Al principio, me inquietó un poco pero luego, preferí pensar que procedía de la misma casa de la que se escuchaba cantar a aquella mujer árabe y eso, me tranquilizó mucho. Extrañamente, lo primero que hice nada más sentarme en aquellos fríos escalones fue un esbozo de lo que veía. Llevaba mucho tiempo sin dibujar y eso se apreció notablemente, pero me gustó intentarlo. Después empecé a relatar mi escapada y me divirtió ver la curiosidad que un extraño depositó en lo que yo estaba haciendo. No paró de observarme mientras caminaba despacio sobre el empedrado. Supongo que no hacía más que preguntarse qué demonios hacía sola una muchacha joven, sentada delante de la Catedral a más de las dos de la madrugada y qué estaría escribiendo en aquélla libreta pequeña. Yo tampoco sé muy bien por qué la cogí antes de salir de casa. Seguramente, para ver si así pasaba el tiempo más deprisa o quizás no...

No se distinguían las estrellas en el cielo y parecía que la leve lluvia no volvería aquella noche. Más tarde, comenzó a escucharse jaleo de gente y eso me invitaba a abandonar mi refugio. A fin de cuentas, no deseaba ver a nadie y mucho menos, escuchar su alboroto. Entonces, una figura sospechosa se escondía detrás de una esquina, bajo el andamio de una obra. Estaba segura de que se trataba de un hombre y también, de que me vio. Me dio la impresión de que se dirigía hacia donde yo estaba y que se ocultó para observarme. Es muy posible que no estuviera en buenas condiciones, posiblemente borracho o drogado, porque se tambaleaba. No obstante, yo le percibí como una amenaza y el hecho de que me observara desde las sombras, me hizo desconfiar todavía más. Así que, en cuanto comenzó a caminar hacia mí, guardé mi pequeña libreta y el bolígrafo en la mochila y me marché, sin mirarlo.

Me dirigí a casa por un camino diferente. Pasé junto a una pareja que se besaba en los escalones de la Catedral y también, al lado de los barrenderos que hacían bien su trabajo. Flanqueé la plaza en la que piaban los pájaros "nocturnos" y por otra, en donde ya habían apagado los chorros de su fuente central. Anduve por tenues calles desiertas con olor a orines, hasta que dí con la mía. En la puerta del edificio, los raperos que manejaban la tienda de abajo, hablaban de cosas a las que no presté la más mínima atención y ya en casa, tomé al silencio como mi única palabra y me reuní con Morfeo para enmendar mis errores.

Porque la vida sigue y hay que caminar hacia delante.

1 comentario:

Marla Sinclair dijo...

Bonito relato, si hasta te he visto con tu libreta negra!!! Antes buscaba ese silencio y esa soledad a altas horas en el aeropuerto de Madrid. Ahora ese lugar es un lugar en la playa, tu lo conoces. Besos.