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miércoles, 18 de abril de 2007


Era temprano. Aquél día sus ojos rozaban el avismo de la pesadumbre. Todo a su alrededor carecía de sentido y las respuestas que callaban en las cerraduras no eran más que mentiras que ella misma había inventado para no ver la realidad.


Hacía frío. Ella cogió su bata y se apoyó en la ventana. No había hecho más que amanecer y ya quería que terminase el día. No desayunó ni se vistió. Se quedó inmóvil pegada al cristal de la ventana mirando a la calle sin ver más allá de su propio reflejo. Tenía el rostro apagado y con grandes signos de fatiga. Pasaron horas de frío intenso en las que no quiso alejarse del cristal. La gente empezó poco a poco a levantarse y a salir hacia sus trabajos y no tenían ningún reparo en mirar hacia la ventana en donde Carla estaba asomada, con una pequeña bata transparente y sin nada debajo. Ella había recibido varias denuncias por eso. Denuncias de madres y esposas. A Carla no le importaban las críticas ni las envidias, pues eso, creía que era lo que le pasaba al mundo aunque en realidad,fuera ella la que envidiara la vida en pareja que tenían sus denunciantes.


Sin embargo, aquél día fue distinto. En la noche anterior había nevado más de lo habitual y hoy el día se asfixiaba en un blanco inmaculado. Las carreteras estaban cortadas y todo el mundo se había quedado en casa durmiendo. Todos menos ella. Allí estaba en la ventana, con su habitual mirada perdida en algún punto de su propio reflejo. Sus párpados inchados y su cuerpo con nada a la imaginación. Ausente y temblando de frío. Tras ella, una habitación en la que su sombra disfrutaba de libertad absoluta. Carla la oía reírse y bailar pero no compartía su peculiar sentido del humor. La llamaba Mía y a menudo especulaba sobre su existencvia y su próxima partida. Carla odiaba tenerla como compañera perenne, pues Mía sabía qué decir y cómo decirlo para tocar justo en dónde más dolor acumulaba la mujer de la ventana. Ellas se odiaban a muerte durante todo el día, por eso se daban la espalda. Pero al llegar la noche era distinto.


Carla sentía las incontenibles ganas de amar y no era capaz de exteriorizarlo, entonces lloraba. Mía era dura e insolente. La insultaba, le tiraba del pelo e incluso, la despreciaba. Pero le encantaba seducirla. Mía era la amante que Carla nunca tuvo. Fría, dominante, selectiva, arrogante pero a la vez, caliente, seductora, femenina, tierna. Mía era capaz de hacerle sentir a Carla el ser más despreciable y desafortunado del planeta y a la vez, convertirla en toda una diosa, un ser maravilloso y perfecto por el que todo ser viviente se dejaría arrastrar con tal de seducirla. Carla sólo necesitaba unas cuantas frases para dejarse llevar. Ella también se transformaba entonces, en una nueva mujer. Su rostro mostraba la ansiedad y el deseo de la mismísima locura personificada y sus manos se convertían en espadas afiladas penetrando por su carne. Mía y Carla se amaban bajo el dogma de la lujuria y el frenesí y todo el vecindario las escuchaba y especulaba. Dentro, todo ocurría bajo la atenta mirada de un retrato: un hombre. El mismo hombre que robó la libertad de Carla al esposarla. El mismo hombre que murió sin comprender el vacío de su esposa, sin saber cómo hacerla feliz y peor aún, convencido de que su esposa era una mujer hecha de hielo. Él nunca supo de la existencia de Mía. Nunca estuvo en casa cuando su esposa y su amante se encontraban y nunca fue capaz de creer los comentarios que sin ningún disimulo, se dejaban caer a su paso por las calles.


Más o menos, él vivió feliz. El día en el que Carla decida romper las cerraduras de sus propias mentiras y salir a la calle, puede que tenga alguna posibilidad. Hasta entonces, será Mía quien la humille y sus propias manos, las que la hagan feliz.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

sin duda una forma de escribir arrebatadora.
besos mil

Anónimo dijo...

me gusta, pero mucho sexo no tiene..
a ver si la continúas ;)