Quisiera cerrar los ojos y dejar de
escuchar todo este ruido. Quisiera, sin ir más lejos, arrancar este
estúpido corazón que patalea en mi pecho. Quisiera agarrarlo con
las manos desnudas y clavar en sus ojos, mi mirada fría y
desafiante, hasta que se quede quieto, callado. Quisiera, sin
importarme lo más mínimo, arrojarlo al mar...
He vagado en silencio por las dunas de
la derrota. Te he visto morir encaramado al cadáver de tu propia
felicidad. Me he visto palidecer en una ingravidez abrumadora;
sobrevolando los despojos de mi propia miseria... Sin ruido al que
abrazar ni estrellas a las que llorar... Y ante todo este temido
silencio...
Entiendo que lo difícil todavía está
por venir. Entiendo que la felicidad es caprichosa. Que tú no
existes, que yo, jamás nací...
Me acontecen las horas como hojas que
caen del árbol marchito. Mastico esta falsa calma que retumba cada
vez más en mi pecho (y no, esta vez no es el corazón – se ahogó).
Día a día me visto con el mismo abrigo, sopesando los pros y los
contras de esta primavera que no regresa. De esta primavera culpable
de que yo, ahora, rebañe lo poco que me quedó de ti; como buscando
un arco iris que no existe... Una promesa gris de hielo y sombras, de
mentira y crueldad... Me pregunto si tus manos también están hechas
de hueso o sólo de pútrida esperanza. Y si algún día, brillará
el sol para mí... Pero no hay tiempo para lamentos, las calles
retumban de nuevo.
Desciendo, poco a poco y en silencio,
mientras el ruido lo abarca todo con una simetría espeluznante. No
importa lo bajo que huya, los ecos siempre me encuentran... Pero
nunca me alcanzarán.
De día y de noche, dudo que alguien
pueda contemplar el abismo que habita dentro de mis ojos, que salte a
través de él... Dudo que entienda nadie, por qué termina este
silencio con gestos desagradables, por qué desluzco – a dónde
voy-. Dudo, al fin de cuentas, que sea real y lógico, este
sentimiento sombrío que me hiela el pecho, que muerde. Que apresa en
sus fauces cualquier sentimiento de abandono. Que ahonda, hambriento
de latidos, los recovecos de éste, mi vacío esqueleto; desde el
mísero día en el les dí de comer a los peces, mi escandaloso
corazón.